Autorretrato (1952)
Amable Arias y el hierro que no perdona
No hay infancia cuando el hierro decide. Un niño corre por la estación de Bembibre —se llama Amable y tiene nueve años—; el juego es un idioma que aún no conoce el peligro. Un vagón en vía muerta se suelta, o alguien lo empuja, y la niñez queda atascada entre chapa y muro. Suenan huesos como ramaje en pleno diciembre. El mundo se reduce a una línea de sangre y a la certeza de que habrá que aprender a vivir desde el borde. Fue el 6 de diciembre de 1936, y desde ese día la historia de Amable Arias se escribió con una tinta inclinada hacia la resistencia: pelvis rota, uretra destrozada, catorce operaciones a lo largo de cinco años, una cojera que no se iría jamás. Aprender a andar fue su primera obra; las muletas, su primera escultura.
El accidente no sólo le hirió el cuerpo; le cambió el alfabeto interior. La Guerra Civil acababa de comenzar, los médicos escaseaban, y la casa se llenó de ese silencio espeso que deja la pobreza cuando se sienta a la mesa. Hubo traslados de urgencia, decisiones que tomaron otros, esperas en pasillos fríos. El dolor, gota a gota, horada más que la lluvia. En los inviernos posteriores, el niño aprendería que una camilla también es un pupitre: escuchó sonidos, contó los pasos de enfermeras, memorizó sombras. Todo lo demás —el patio, la escuela, la calle— quedó al otro lado de un cristal empañado. Allí empezó a forjarse la mirada: una mirada de cerca, pegada a la grieta, obsesionada con la textura de lo roto.
Algunas biografías dicen lo imprescindible y, sin querer, lo dicen todo: “un vagón lo aplastó contra un muro; catorce operaciones; muletas para el resto de su vida”. No hay adjetivos en esa enumeración, pero hay un destino. Cuando años después la familia se traslade a San Sebastián —él con catorce—, Amable llevará consigo no solo el cuerpo herido, sino una forma de escuchar la realidad desde abajo, desde donde se palpa el frío de las baldosas. La falta de escolarización formal, el padre áspero, la penicilina de estraperlo que por fin le permite salir un poco de casa: las primeras lecciones de arte fueron el hambre, la dureza y un tiempo lento que obligaba a mirar de frente.
Hay una continuidad física entre el hierro y sus cuadros: la materia densa, el trazo que ara, la insistencia casi rítmica en abrir un paso. Por eso algunas piezas parecen más excavadas que pintadas; por eso sus series —las del teatro, los “polvos”, los papeles intervenidos— respiran como si acabaran de franquear una obstrucción. A veces la línea se desata, otras se recompone en figura, pero casi siempre hay una memoria de choque, de embestida. No es retórica: es un sistema respiratorio. Pintar para que entre aire donde antes sólo hubo impacto.
La cojera —ese compás partido— se oye en su cadencia. Sus cuadernos, su poesía, su “obra sonora” no escrita, van construyendo una cartografía de lo real que encaja con quien aprendió a medir pasillos con la vista: no se trata de describir, sino de localizar el punto exacto donde duele. Por eso sus textos no buscan la corrección académica, sino la puntería; por eso muchas páginas suyas parecen notas escritas contra reloj, apuntes que no te dejan olvidarte de que existimos a pesar de. La mano que escribe es la misma que tanteó paredes frías buscando el interruptor; la palabra, la misma que un día no alcanzaba a salir.
Bembibre quedó como un latido mineral, una matriz áspera donde aprendió a nombrar sin adornos. Cuando vuelve —una y otra vez, ya adulto— no regresa el pintor exótico, sino el muchacho que dejó allí su bifurcación. En la estación empezó la biografía y también la obra: no hay separación posible. Lo que en otros sería anécdota en él es sistema nervioso. En Donostia se hizo artista; en Bembibre aprendió a vivir con la herida que le haría artista. Esa es la geometría íntima: un eje de hierro y dos ciudades que le sostienen a ambos lados.
A veces la crítica busca metáforas. Aquí sobran. El niño aplastado contra un muro entendió que la materia pesa y que el tiempo aprieta. Su obra contesta con fisicidad: papeles rugosos, tintas que no se arrepienten, gestos sin cosmética. También con ternura: esa ternura de quien sabe que todo puede quebrarse y, sin embargo, decide acariciar la superficie hasta arrancarle un brillo. Si hablamos de “crudeza” en sus cuadros, no es violencia; es veracidad. Si decimos “poesía” en sus textos, no es adorno; es respiración asistida.
No romanticemos el dolor: no hay mística en catorce cirugías. Hay cansancio, miedo, rabia. Pero de ese subsuelo salió la voluntad de mirar que sostiene toda su obra. Amable Arias aprendió pronto que el mundo puede moverse sin ti y pasarte por encima. Su respuesta fue obstinada: levantar imágenes que no pidieran permiso, dibujar la tramoya del milagro, escribir sin gramáticas que le quedaban estrechas. Convertir el aplastamiento en hueco habitable. Ese es su legado: una forma de estar en el arte como quien mantiene abierto un respiradero en mitad de la montaña.
Y queda la estación. Cada vez que sus líneas se aceleran o sus tintas se espesan, la estación vuelve. No es nostalgia: es fuente. Allí empezó su forma de ver, que es también su forma de amar. Amar es quedarse —aun cojo— al lado de lo que se rompe y acompañarlo hasta que vuelva a respirar. Amable no pintó el accidente; pintó, poema a poema, cuadro a cuadro, la vida después del accidente. Por eso su obra nos mira como nos mira: desde muy cerca, con la dignidad de quien sabe que el golpe existe y el aire, pese a todo, entra.
Nicanor García Ordiz (2025)
Concha Piquer, 1941
Amable Arias y la copla: la herida que canta
I. La infancia cercenada
Un vagón en la estación de Bembibre lo partió en dos tiempos: antes y después. A los nueve años, Amable Arias conoció lo que la mayoría sólo presiente: el hierro no perdona.
Quedó marcado para siempre por la cojera, por las cicatrices que el bisturí repitió hasta catorce veces. Ese niño, que caminó entre operaciones y pasillos hospitalarios, aprendió pronto que el dolor no se borra: se nombra o se canta. La copla española, en esos mismos años, ya tejía un repertorio de heridas populares. Canciones que hablaban de muertes prematuras, amores imposibles, madres solas, patios en penumbra. Aquella música que brotaba de la radio, del teatro de variedades o del gramófono se convirtió en un eco del propio cuerpo herido.
“Tatuaje en el alma tengo yo / de quererte tanto, tanto…”
Nicanor García Ordiz (2025)
Grupo escolar de Bembibre (1936). Amable Arias es el primero de la fila de en medio por la izquierda.
Bembibre con los ojos de Amable
Nació en el mesón de sus abuelos paternos, una noche de verano de 1927, en una casa con patio descubierto en la antigua calle del Escobar, hoy convertida en el arranque de la avenida de Villafranca del Bierzo. Fue a la escuela del Palacio, y la disciplina de don Onofre, su primer maestro, le hizo echar de menos los días felices en el parvulario de doña Sara y doña Amelia. Después pisó las aulas del colegio de La Estación, al otro lado del río Boeza, donde se detenían los trenes, y con don Felipón, que era un hombre duro, pero más justo, se convirtió en uno de los primeros de la clase porque era un chico despierto.
Jugó a la peonza y al aro, a las canicas, con tirachinas y cometas con toda la chiquillería en las calles en cuesta de la Villavieja, en los cimientos del antiguo castillo señorial, del que apenas quedaba una explanada de escombros, o en el paraje comunal de Pradoluengo, mucho antes de que edificaran allí el primer Instituto de Educación Secundaria de la localidad. Bembibre fue "el paraíso perdido" del pintor y escritor Amable Arias; el artista que en los años 60 despuntó en San Sebastián dentro del grupo Gaur junto a nombres clave del arte de vanguardia como Oteiza y Chillada, Sistiaga o Balerdi; y que treinta y cuatro años después de su muerte, todavía en plena eclosión creativa, no deja de ganar adeptos entre aquellos que se acercan por primera vez a sus dibujos y sus lienzos.
"Amable es inmenso. Igual que el Rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, Amable Arias hacía arte de todo lo que tenía a su alrededor", explica Maru Rizo, la mujer que compartió los últimos catorce años del artista; un pintor, un escritor y un poeta que durante sus años de formación eligió las calles y las gentes de Bembibre como protagonistas de sus primeras creaciones. Embarcada en un trabajo no menos inmenso de catalogar toda la obra que dejó Amable a su muerte en 1984, Maru ha deslizado estos días —a través de una página en Facebook que alimenta constantemente con la obra del artista- una propuesta para que las instituciones leonesas se sumen a la tarea compleja de estudiar y contextualizar la parte de la creación de Amable Arias vinculada con su pueblo natal y con el Bierzo. Se trata de óleos elaborados con el caballete en mitad de las calles de la Villavieja, acuarelas y retratos en tinta sobre papel o en sanguina de personajes que dibujaba, entre otros lugares, en el viejo Café Mero de la plaza Mayor. Pero también de escritos -"Amable le daba tanta importancia a su faceta de escritor como a la de artista plástico", aclara Maru— y grabaciones convertidas en "poética auditiva".
No es extraño que en lugar de escribir unas memorias, Amable Arias optara por dejar grabadas hasta treinta horas de conversación sobre su infancia en veintiocho cintas de cassette. "Era el año 80 o el 81 y ya veía que no iba a vivir demasiado tiempo. Le propuse que escribiera unas memorias, pero en lugar de eso me dijo que podía grabar todo lo que quisiera", cuenta Maru de una época en la que Amable "apuraba el tiempo con una actividad desbordante", en palabras de Carmen Alonso-Pimentel, autora del libro Amable Arias, editado por la Universidad de Deusto en 1997 a partir de su tesis doctoral.
Y esa infancia grabada, un documento que habla de un tiempo que ya no existe y de unas gentes que también han ido desapareciendo, es otra forma de retratar al pueblo en el que nació y pasó sus primeros catorce años, como lo fueron los lienzos y dibujos realizados en las temporadas en que el artista regresaba a Bembibre; entre 1954 y 1959, pero también en 1966 y en 1973, cuando volvió para dibujar la casa de su abuela antes de que la derribaran. Amable, escribe Alonso-Pimentel, "escoge las calles que conservan mejor la arquitectura propia del Bierzo; los callejones angostos e irregulares, los soportales de la plaza, las viviendas con balcones de madera y escaleras exteriores". Los títulos de algunos lienzos, 'El rincón de la Morrita, 'Donde viven los Montero, reflejan lo que la autora llama "paisaje humanizado" en la obra inclasificable de Amable, que elegía los escenarios más vinculados a su infancia porque "le despiertan una reacción emotiva, casi visceral". Y tiene claro la autora que "es en Bembibre, ante el paisaje del Bierzo, cuando libera todo su potencial creador".
El propio Amable reconocía su identificación con la naturaleza del Bierzo cuando la contemplaba desde el lugar más alto de Bembibre. "Subir al Palacio es una de las cosas que más me gustan. Desde aquí, en la gran explanada de tierra y piedra puedo ver el paisaje hosco y sombrío, de valores profundos, seco y amenazador. Es un paisaje que amenaza, de montes negruzcos y azulados encima de las laderas de tierra. Más allá puedo imaginar Galicia, de paisaje más suave y gente más amorosa, y por encima de la sierra de San Pedro, más allá de los montes, Asturias. Por encima de la casa de la Morrita, el camino a León y Castilla. Algo misterioso y profundo tiene para mí esa explanada", aseguraba el artista, según recoge el libro de Alonso-Pimentel.
Y ni el grave accidente que sufrió en 1936 en la estación de trenes, cuando una vagoneta en vía muerta le aplastó contra un muro durante uno de sus juegos —y que le obligó a usar muletas durante toda su vida y a someterse a catorce operaciones— ni el recuerdo desagradable de su padre, Juan Arias, del que su madre, Pilar Yebra, lograría separarse legalmente porque les maltrataba, consiguieron cambiar la idea que Amable se había forjado de Bembibre. Sus lienzos, sus dibujos, sus escritos y su voz; sus recuerdos después de todo, lo demuestran.
Carlos Fidalgo
Diario de León y extracto del libro "La leyenda de la ciudad del dólar y el siglo del carbón"
Amable con sus padres tras el accidente (1937)
Amable con su madre en Donosti-San Sebastián (1942)
Lola Flores (1953)
Amable Arias y la copla: la herida que canta
II. El dramatismo como estética
Amable Arias nunca fue un pintor de contención. Sus trazos parecen arpones, sus manchas, ráfagas. La copla comparte esa urgencia: no se limita a contar, exagera, abre la herida para que sangre en público. Es un género hecho de gestos amplios, de voces que quiebran la garganta. Lo mismo en él: no se trataba de embellecer, sino de mostrar la entraña. Esa coincidencia de dramatismos explica su fascinación. Donde otros veían folclore o exceso, él reconocía una estética del límite: el mismo límite que su propio cuerpo le imponía cada día.
“Ay, pena, penita, pena, / pena de mi corazón, / que me corre por las venas, / pena con su verde veneno”
Nicanor García Ordiz (2025)
Puente Revilla , Amable Arias (1959)
Los altos negrillos del río
bailotean,
el aire los mueve
y se ven sus dos caras
cenefa de plata y verde.
También las cañas se mueven.
Hay algo en ti, chopo,
que es eterno en mí.
Poema de Amable Arias
Amable Arias pintando a Conchita Balboa con el traje tradicional de berciana en Molinaseca (1961)
Rafael León y otros (1939)
Amable Arias y la copla: la herida que canta
III. El margen y lo popular
Amable nunca se dejó atrapar por la ortodoxia artística ni política. Se acercaba a los grupos, pero volvía a apartarse. Prefería los márgenes, las tramoyas, los reversos. La copla, despreciada por la alta cultura de posguerra, era también un género de arrabal, de pueblo, de taberna. En sus letras aparecían gitanas desposeídas, mujeres condenadas, amantes clandestinos. Personajes que vivían fuera del centro. Igual que él: el tullido de Bembibre, el joven de Donostia que no terminó la escuela, el artista autodidacta que escribía al margen de academias. La copla era su espejo: un arte popular y periférico que se imponía a la indiferencia con pura intensidad.
“Ojos verdes, verdes como la albahaca, / verdes como el trigo verde, / y el verde, verde limón”.
Nicanor García Ordiz (2025)
Casas de La Fuente, Amable Arias (1956)
El Barrio de la Fuente es, desde el punto de vista histórico, el segundo en importancia de Bembibre después del Barrio de la Villavieja. Se localiza en su costado meridional, en las proximidades del río Boeza. Debe su nombre a la existencia de un manantial conocido como la “fuente de los caños”, que surtía de agua potable a los vecinos.
Este distrito de la villa fue en otro tiempo una encrucijada de caminos, pues por sus inmediaciones pasaba la Vía Nova romana, hollada posteriormente por un ramal del Camino de Santiago. Y era, por otra parte, el nexo de unión con las localidades situadas al otro lado del río. Razón por la cual a lo largo de la Baja Edad Media fueron asentándose a su vera nuevos pobladores y se edificó una ermita para el culto bajo la advocación de San Esteban Protomártir y Santa Ana.
Por su demarcación discurría además la reguera de la fuente o moldera real, erigiéndose sobre la misma en el transcurso de la Edad Moderna varios molinos hidráulicos, “ingenios de trituración y molienda” destinados a la transformación del cereal y del pimentón. Habiendo llegado a nuestros días el molino de la Blanca, junto a la actual plaza de los Molinos de la Pimienta.
La casa típica hasta bien entrado el siglo XX era de dos plantas (aunque también las había de un piso). Sus paredes eran de piedra sin labrar, ensambladas con barro o cal, adosándose a uno de los muros la escalera exterior y levantándose la solana o corredor en la parte superior, utilizando como material de cubrición la teja y la pizarra.
Sin embargo, el tipismo que rezumaban estas edificaciones ha ido desapareciendo con las nuevas construcciones latericias, que poco a poco han ido borrando sus huellas. Tan solo ha resistido los embates del tiempo un grupo de casas emplazadas en la calle Vegarada, que, por azares del destino, en 1957, eligió Amable Arias para una de sus obras. Un óleo sobre lienzo titulado Al Final de Bembibre, que nos acerca a la figura de un pintor unido al Barrio de la Fuente por raíces parentales y por la nostalgia de los años vividos en la villa de su nascencia.
Manuel Olano (2025)
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Crucita
Te he visto llegar caminando
por la arena húmeda. Tus pies
descalzos se hacían palomas del suelo.
Te vi llegar con la emoción
contenida, llena tu piel de mar, tus
cabellos en sortijas.
Tu reías, e ilusionados velos tejías y
fluían de ti, en torno. Ansias espumosas
salpicaban tu luz.
Te vi llegar con las pestañas
llenas de rocío y los ojos anchos
cuajados de ti y de tu luz.
Poema de Amable Arias (1956)
Juanita Reina (1948)
Amable Arias y la copla: la herida que canta
IV. Las voces femeninas como revelación
No es casual que fueran, sobre todo, voces de mujer. Concha Piquer, Juanita Reina, Gracia Montes, Lola Flores. Ellas, en un país amordazado, cantaban lo que estaba prohibido decir: deseo, rabia, venganza, autonomía. Amable, que conocía el peso del silencio, escuchaba en esas voces una valentía distinta, un desafío que resonaba con su propia rebeldía estética. El grito femenino de la copla le daba un lenguaje donde reconocerse: un decir frontal y descarnado, con música de fondo. Lo mismo que él hacía con tinta y papel barato.
“Se acabaron los dineros, / se acabó la sociedad, / se acabaron los dineros / y ya no me quiere ná”
Nicanor García Ordiz (2025)
Autorretrato, Amable Arias (1958-1959)
El busto con pátina dorada
La luna en mi palma
se echó
lunas de plata bruñidas con vinagre y Sidol
alumbrad siempre en ese
cielo
azul,
alumbrad la noche, la juventud,
alumbrad mis ojos abiertos
y después muertos,
no os desprendáis del
alto
cielo
ciego.
Tendría que mandar coser
ese roto y el hilo
hoy anda escaso.
Poema de Amable Arias
Amable Arias en la boda de su prima Belita Yebra (1962)
Amable Arias con Rosarito Robinson y amigas en Bembibre (1963)
El pleno del Ayuntamiento de Bembibre aprobó por unanimidad, en noviembre de 1998, dedicar una calle al pintor y escritor Amable Arias (Diario de León, 11 noviembre 1998). Se trata de la calle que va por detrás de La Obrera, un espacio muy familiar para él pues allí cerca vivían sus tíos Dionisio y Pepe Yebra, en cuyas casas comía y se hospedaba cuando venía a Bembibre desde San Sebastián. La propuesta había partido de un grupo de vecinos y ciudadanos bembibrenses que presentaron al efecto una moción en el Ayuntamiento respaldada por 228 firmas. Era entonces alcalde Jesús Esteban (Susi).
Posteriormente, con fecha 26 de mayo de 2014, siendo alcalde José Manuel Otero, se le hizo entrega del nombramiento de Hijo Predilecto de Bembibre, título que al no poder asistir Maru Rizo, fue recogido en su nombre por Mar Palacio, presidenta del Instituto de Estudios Bercianos.
Dos corporaciones de signo distinto que supieron reconocer la valía de la figura y obra de Amable. Lo cual es muy de agradecer por la ciudadanía. Ambos reconocimientos, evidentemente, fueron a título póstumo pues Amable había fallecido el año 1984 a los 57 años.
Jovino Andina
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Bembibre es Amable, y yo he querido hoy ser Amable, exprimiendo la esencia de sus palabras en la entrevista que concedió en 1983 a la revista Aquiana, en su número 567, añadiendo lo justo de mi cosecha.
Nací en ti, Bembibre, y aunque la vida me llevó lejos, nunca dejé de pertenecer a tus calles, a tu olor, a tu paisaje de piedra y pizarra, a tus gentes, a tus valles infinitos donde el horizonte se abre como un lienzo en blanco.
De niño aprendí en tus rincones los juegos de «Las Cayombas», «A la una anda la mula», el aroma del pan de Nisio, todavía humeante en mis manos; el perfume áspero y noble del cuero en la guarnicionería de Peporrines y, junto a Julio, descubrí que el cine de Bergman podía enseñarnos a mirar más adentro de nosotros mismos.
Con mi tío Dionisio aprendí el ritual de los pinchos y las charlas en los bares, donde cada bocado era compañía y cada trago, un brindis a la amistad y a la tierra.
De mi tío Pepe recibí tablas, para que mis jóvenes manos aprendieran a mancharse de color, descubriendo que en cada trazo latía un pedazo de mi alma bembibrense.
Recuerdo el café Mero, refugio de tertulias y humo; las tardes de cine junto a Rosarito, cuando la pantalla iluminaba nuestros rostros y todo parecía posible.
Yo soy de mediana estatura, ni gordo ni flaco, cojo de una pierna, con barba y ojos marrones, nariz grande y manos anchas. Me gusta hablar mucho, pensar demasiado, rozarme distraído los pelillos de la nariz mientras cavilo. Soy terco y vitalista, constante racionalista; me gusta el botillo, la sandía y, lo confieso, les femmes… ah, les femmes. Mi gran amor, Mari Rizo.
Pero, sobre todo, me gusta pintarte, Bembibre. Durante años bajé del norte para pintar tus paisajes, tus castaños, tus regueros, la humedad de tus veredas y los pueblos que empezaban a vaciarse. Pinté tus montañas, que resistían como gigantes: nunca pinté con tanta verdad como cuando te pinté a ti.
Fui pintor y poeta. Expuse en San Sebastián, Madrid, Bilbao, Barcelona, en Bayona y en París, donde mis cuadros compartieron muros con ecos de vanguardia. Me encanta el amarillo. Fui presidente de la Asociación Artística de Guipúzcoa, vi rodar una película sobre un cuadro mío, publiqué versos en libros donde la palabra dolía, pero resistía.
Pero creedme: cada trazo y cada verso guardaba un pedazo de Bembibre. He soñado contigo grande, Bembibre, que guardaras aquellos paisajes tuyos que yo te pinté.
He soñado con justicia para tu gente, esa que sostuvo los sacrificios que crecían a costa de sudor.
Creo que la cultura no es un adorno burgués. La cultura es raíz y futuro, fuerza compartida, es el arma más poderosa de un pueblo. Por eso te soñé vivo en tu memoria y en tu porvenir. Y, si alguien me pregunta por ti, diré que eres olor, paisaje, casas de pizarra con corredores, montañas, valles, infancia y, sobre todo, alma.
Aunque el tiempo me doble la espalda, sigo siendo aquel niño que corre por tus calles con los bolsillos llenos de palabras y colores y, si algún día mi obra es grande, será porque siempre pinté pensando en ti.
Elba Casado (2025)
Rafael Farina (1958)
Amable Arias y la copla: la herida que canta
V. El compás quebrado
La copla se sostiene en compases que se estiran y se cortan, en melismas que parten el aire. Es un andar quebrado. Y Amable caminaba con una cojera perpetua. Su oído biográfico encontraba ahí un parentesco secreto: el mismo paso torcido, la misma respiración irregular. El ritmo de la copla era, para él, un ritmo vital. Escucharla era escuchar su propio cuerpo traducido a música.
“Vino amargo, / que me quita la razón. / Vino amargo, / que amarga mi corazón…”
Nicanor García Ordiz (2025)
Yolanda, Amable Arias (1962)
Yolanda
Mero y su mujer fueron para mí media vida. Tuvieron ocho hijos, pero sólo uno varón, y Yolanda fue una de las siete amigas del café Mero. Todas ellas tienen un encanto especial.
Andaba yo por el café como por mi casa. Dibujaba a todas horas y por todos los rincones toneladas de papel, y mi carpeta, que era de tablas y cuerda, estaba siempre en Casa Mero. Allí pasé ratos muy agradables. En fin, el café Mero es uno de los lugares concretos donde me forjé.
Yolanda era blanca, más bien pequeña, el pelo rubio y liso se lo ataba en una cola. Era ella la que más atendía el mostrador.
Hacía poco que yo iba a Bembibre, y de mollera era muy crío. Pasaba largos ratos charlando con Yolanda, las noches especialmente; y todos los sueños de lo que vas a llegar a ser los compartía con ella –no eran utopías, eran dilates–. Influido por el mal leer o el mal entender a Kierkegaard, le contaba a Yolanda mi intención de construir una filosofía falsa, pero muy bien cimentada, para engañar a los filósofos y conducir al mundo a un no camino. Luego, ya desbocado, mis proyectos eran aún más delirantes. Yolanda, un poco sonriendo, se moría de risa.
Recuerdo un día. No había nadie en el café, y Yolanda, arrodillada un tanto, limpiaba el mostrador junto a la cafetera. El sol de tarde entraba y le daba en las piernas. Yo se las miraba. Me preguntó un poco nerviosa: «¿Qué miras?». Cambió la silla de lugar y otra vez se arrodilló en ella, pero el sol volvía a acariciarle las piernas; y yo, a mirárselas.
A eso de las cinco, le dio por venir al Barbas, personaje un tanto estrafalario: de muy baja estatura, fue, creo, médico militar. Había estado encerrado en su casa diez o quince años, y ahora, con cerca de ochenta, la chola no le funcionaba bien. Al descubrir que le dibujaba cuando estaba distraído, me amenazó con su bastón, pero el cabreo contra mí se le agudizaba cada vez que me veía sentado con Yolanda en una esquina del café. Con voz convulsa y arrebata bramaba: «¿Por qué tiene que estar siempre con Yolanda?».
De día en día, sus celos fueron en aumento, de tal forma que el simple hecho de que Yolanda estuviera a dos metros de mí le hacía levantarse enfurecido de la silla para lanzarme sus exabruptos, hasta que Yolanda, que tenía mucho tacto, se me distanciaba.
Mero... Yolanda...
Fue Yolanda el receptor de todos esos proyectos, ambiciones, fantasías de un chico que sueña ser algo dentro de la mediocridad de este país. Y fue, además, una de las pocas personas en Bembibre que creyó en mi pintura.
Amable Arias, del libro "Sherezades"
Amable y el café de Mero
El Bembibre de huertas y corredores, de niños libres como pardales y trenes humeantes también ofrecía cobijo contra la hostilidad de una vida llena de dolor. Había un espacio por el que Amable se movía como por su casa y que reconoce como «uno de los lugares donde me forjé». Al que regresar, como un indiano, en busca de lo que permanece inmóvil mientras todo cambia.
«Bembibre se extiende, se retuerce, se contorsiona. Saltan los soportales sobre sus zancos de madera gastada, crujen ventanas, suelos, galerías. La plaza gira como un carrusel loco. Alza la iglesia su abrazo universal a las alturas.
Y quiénes. Y cuántos. Guajes, mujerinas con pañuelo, asnos y cabras, gatos, el pueblo entero. Regresar tantos años después, sabiendo ya que los dedos poseen el don de recuperar lo que dicen que se llevó la vida.
Donde un día hubo un niño y un dolor. En una casa en un pueblo una región una partida un regreso un sueño desde el que Amable Arias Yebra dibuja.
No solo “la criatura impulsada por demonios” como definía Faulkner al artista.
También la que consagra su propia creación. Su recobrado reino de este mundo».
Se habla mucho, en estos tiempos de comarcas despobladas, de la importancia de los bares como puntos de encuentro y acogida que aúnan juego y compañía, que permiten mantener su identidad de pueblo. El café de Mero suponía mucho más:
—¿A dónde vas, Amable?
¿Qué buscas,
a quién buscas? ¿Qué palabras
succionarán el hambre de tus dientes?
El café de Mero, dos o tres escalones bajo el nivel de la calle, era ese refugio frente al mundo de fuera, frente al frío, a las obligaciones, a una España que sacar adelante. Amable llegaba, se sentaba a una de sus mesas de mármol a ver pasar las horas, sacaba su bloc, sus lápices y plumillas. Y observaba. La belleza rubia de las chicas Ferrero, particularmente de Yolanda, los personajes de Bembibre y los paisanos de los pueblos vecinos que acudían al mercado animaban sus dedos sobre el papel para dejar retratos memorables: Anonio, Antonio Gago, Molinero, Nisio, Hornija, los hermanos Gelín y Sito, Luis Riego, Alberto Blanco…
Y luego la conversación, escuchar a los sabios: Antonio Gago, don Vere, Villarejo, Molinero y a su alrededor los jóvenes. La política en voz baja de los represaliados, la guerra a la espalda, el arte, el pensamiento, las lecturas, la realidad que ardía fuera de aquel rincón del planeta, la ebullición artística donostiarra que compartía Amable cada vez que regresaba. Bajo la luz amarillenta de las lámparas; con el aroma amargo del café, del tabaco; con los olores dulces de pasteles y licores. Pintando las palabras que alimentan y sanan.
Pilar Blanco (2025)
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El pintor y ella
Conocer a alguien que no te conoce, pero que admiras, es una experiencia íntima.
Amable, decían, es un joven que pinta, que escribe, que ha transformado su sensibilidad en arte, que es de Bembibre, lo que hace que todo cobre aún más sentido.
Cuando escucho el nombre de Amable vuelvo a mi adolescencia porque en Casa Paja, el comercio de mis abuelos y su casa - que aparece en muchas de sus acuarelas en las que sale La Plaza, nuestra plaza - se hablaba con frecuencia de él, y es que era quinto de Gelín, mi tío, que jugaba con él en la estación aquella trágica tarde que marcaría el resto de su vida. Se hablaba de sus primas, las gemelas de Yebra, compañeras de Carmina, mi madre, en la escuela de Doña Fidela. Se hablaba también de su tío Dionisio y su primo Nisio, taxistas los dos, que con aquellos clásicos SEAT 1500, negro el del padre, beige el del hijo, nos iban a buscar a Madrid cuando volvíamos de México. Los amigos de Amable: Peporrines, Valentín, Marujina, Teresina, también eran amigos de mis padres.
Desde la distancia, he seguido su trabajo en silencio, como si fuera un secreto que sólo yo supiera valorar del todo. Sus cuadros, sus palabras, hablan de cosas que siento, de paisajes que reconozco no solo con los ojos, sino con la memoria.
Es raro, casi contradictorio, sentir una conexión tan fuerte con alguien que ni siquiera sabía que yo existía pero que, al ser de Bembibre, lo convertía en algo especial.
No. A Amable realmente no le conocí, pero les vi varias veces, a él y a Maru. Bien de paseo por la calle de El Escobar o en el café de Mero departiendo con amigos, tertulias que sólo alcanzaba a mirar desde fuera.
Eran los 70. Oía a algunas personas comentar entusiasmadas —¡ya vinieron Amable y Maru Rizo!— Entonces, al atardecer, me acercaba hasta la ventana del café a observarles emocionada y nerviosa.
Después, en la tienda de mis abuelos, oía cómo contaban lo buen dibujante y pintor que era y me lo imaginaba como un Andy Wharhol - original y ecléctico - y Maru, Maru era como una actriz de Hollywood para mí. Una mujer moderna y libre. La admiración que sentía por ella es difícil de poner en palabras, porque va más allá de la belleza. Era luz en un tiempo, en un pueblo, que aún no estaba preparado para verla brillar así. Era una adelantada a su época, con una forma de estar y ser que desafiaba lo que se esperaba entonces de una mujer.
Yo, inocente y adolescente, les miraba como se mira a alguien que parece tener todas las respuestas sin siquiera saber las preguntas. Quería parecerme a ellos, tener esa mezcla de misterio y verdad. Su forma de vivir, para mí, ya era un acto de valentía.
Su recuerdo sigue brillando como un faro para quienes aún buscamos ser un poco como ellos: personas que inspiran, que se acompañan sin rendirse, que aman sin dejar de ser ellas mismas.
Ahora pienso —¡Ojalá me hubiera atrevido a entrar!— aunque sólo fuera para escucharles. Bembibre es Amable, ¡qué buen nombre para la ocasión! ¡Ah! Y, gracias, Maru.
Merry (2025)
Estrellita Castro (1933)
Amable Arias y la copla: la herida que canta
VI. La claridad poética
Las letras de la copla son directas, claras, populares. No buscan adorno, sino impacto. Amable trabajaba igual: trazos sin concesiones, poemas sin ornamento. Esa economía expresiva lo unía al género que amaba: decir mucho con poco, mostrar lo esencial con crudeza.
“Que no me quiera él, es ley / que yo sin él muera, es justo”.
Nicanor García Ordiz (2025)
Sin título, Amable Arias
Amable Arias con Nisio Cueto (1966)
Amable Arias con Merce Balín en El Palacio (1965)
Merce
Estaba una noche con Nisio en la barra del Dancing, la pista de Fito que era un lugar precioso. Arriba la orquesta ponía la música y abajo la gente bailaba. Nisio y yo comentábamos lo cerrado del mundo de Bembibre y vi a Merce¹, una chavalita morena y con larguísimas pestañas -como toda su familia-, sentada con un grupo de amigos. Nos acercamos y hablamos, de alguna manera ya desde entonces me atrajo, tenía un singular encanto poético. En eso apareció su hermano Tito, que, agarrándola del brazo, la espetó: “¡Hala, a casa!” Merce protestó sin éxito. Nisio me dijo: “Los hermanitos...”.
Pocos años más tarde volví a Bembibre para pintar. Algunas noches aparecían por el Café Mero Merce, su hermana Ina, Nina y un grupo de chicos jóvenes que estudiaban en Madrid. Nisio y yo nos uníamos al grupo. Fueron unas veladas muy agradables.
Una hermosa tarde de sol me dirigía al “Palacio” para hacerme unas fotos que tenía que enviar a la Galería Maeght de París¹, cuando vi a Merce y la invité a ir conmigo. Dijo que no, insistí, y después de dudar mucho me acompañó. Subimos por la cuesta de la derecha en la que había una casa de insólita arquitectura, el alero casi llegaba al suelo. En el tejado un hombre colocaba losas y al ver a Merce la llamó dando voces, era un obrero que trabajaba para su padre y quería saber no sé qué. Llegamos al Palacio, a la explanada grande. El fotógrafo estaba ya esperando, preparó la máquina, nos movió de aquí para allá e hizo las fotos.
Subir al Palacio era -y es-, una de las cosas que más me hacían disfrutar. Veía desde allí todo el pueblo, a lo lejos los montes y por el lado de la carretera, el muro desde donde se contemplan los linares y las casas de La Estación. En El Palacio hice varios cuadros y dibujos de feria. Más tarde para regalárselo a Maru, dibujé mi único paisaje al pastel. Este paraje se llama El Palacio porque en su explanada estuvo el castillo del señor de Bembibre, hoy queda tan sólo un muro derruido.
Volviendo, Merce y yo, después fuimos a la panadería de Nisio Cueto. Estaba Teresina, que en cuanto nos vio: “Tu con eso de la pintura, por una cosa o por otra, siempre andas con las mozas más guapas del pueblo”. Merce sonriendo contestó que la bien acompañada era ella.
Amable Arias, "Sherezades" (relato inédito)
Antonio Molina (1956)
Amable Arias y la copla: la herida que canta
Conclusión
¿Por qué le gustaba tanto la copla? Porque era su biografía cantada por otros. Porque en ella el dolor no se escondía, se convertía en arte compartido. Porque era popular, marginal, femenina, directa, quebrada: como él. En los años de dictadura y de posguerra, cuando las academias cerraban puertas y las élites despreciaban lo popular, Amable escuchaba la copla como se escucha un manifiesto secreto. No sólo era entretenimiento: era compañía estética y confirmación vital.
“Soy minero, / y templé mi corazón con pico y barrena. / Soy minero, / y con caña, vino y ron me quito las penas…”
El eco de esa canción, tan presente en la memoria colectiva berciana, dialogaba con su propio destino. También él templó su corazón contra el muro de hierro que lo aplastó de niño, y supo transformar la penuria en dignidad, la herida en obra, el silencio en grito. Su pintura y su poesía son, en cierto modo, la versión plástica de una copla: dramatismo, verdad popular y belleza nacida de la penuria. Él mismo podría haber sido una de esas letras: un hombre herido que, aun cojo, eligió cantar —con tinta y papel— para que la vida no lo derrotara.
Nicanor García Ordiz (2025)
Accede a la web oficial del artista Amable Arias para descubrir su importante legado pictórico, literario y humano, de la mano de su compañera Maru Rizo.